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Pere y Ana

Me llamo Ana, tengo 65 años y cuido de mi marido Pere.

Pere ha trabajado toda su vida de camionero, repartiendo el vino que se hace en las bodegas del pueblo. Hace un par de años, vimos que se desorientaba; que toda la vitalidad y el nervio que ha tenido toda su vida, se iba desvaneciendo. Íbamos de médico en médico y todos nos decían que con la jubilación se había “acomodado” pero yo sabía que tenía que haber algo más. Ese hombre nervioso y activo con el que yo me había casado había desaparecido. Necesitaba algún tipo de respuesta. Un día perdió la alianza. Un hombre que jamás se había perdido, que era lo más atento que te puedes imaginar. Se levantaba y no hacía nada. Algo, definitivamente, no iba bien.

Al final encontramos con una psicóloga que le acabó diagnosticando Alzheimer y, aunque fue duro, por lo menos sabíamos lo que le pasaba.

Yo he sido cuidadora desde niña. Con ocho años dejé de ir a la escuela para cuidar de mi hermana, mientras mi madre se iba a trabajar en la huerta. Luego empecé a trabajar, luego me casé, y enseguida vinieron los niños. Y Pere quiso que me quedara en casa durante años para cuidarlos. Es el trabajo más importante de una madre, cuidar a sus hijos.

Cuando mis hijos fueron más mayores, seguí cuidando, pero de una casa. Durante 37 años he trabajado cuidando una finca de aquí del pueblo.

Lo que pasa es que una cosa es cuidar y otra cosa es tomar decisiones. Mi marido siempre ha sido el que se ha ocupado de traer el dinero y de organizar, de decidir. De repente yo me encuentro con que mi timidez, mi inseguridad y mis temores han de desaparecer. Yo siempre he sido muy sufridora, Pere ha sido el “echao palante”, el impulsivo. Y yo la precavida. Pero ahora le hemos dado la vuelta a la tortilla. Ahora tengo que ser fuerte y decidida. Ahora las decisiones son todas mías.

Es increíble la fuerza que te llega a salir de dentro. Quién me lo hubiera dicho a mí hace años.

De momento, lo llevamos bien. Nuestro hijo mayor vive con nosotros, y es el que nos ayuda para que podamos ir al Centro, una vez por semana.

La asociación para familiares de enfermos de Alzheimer de nuestra zona nos ayuda mucho. Pere se encuentra allí con otras personas en su misma situación y la psicóloga, Sandra, nos da guías y ayudas. Tanto para él como para mí.

Allí nos dan ejercicios para que hagamos en casa, que le ayuden a él con la memoria, como los libros de pintar. Porque lo que le pasa es que se desorienta, se agobia. Los vecinos están avisados y lleva siempre la medalla que indica lo que le pasa y dónde vive. Así, si algún día sale y se pierde, alguien le ayuda a volver a casa.

Lo que peor lleva Pere es que le hayan quitado el carnet de conducir. Para él era parte de su identidad, de su persona. Ahora no lo puede hacer y eso le enfada mucho. Los días que se enfada no tiene ningún problema en decírtelo bien claro. Está mucho más desinhibido.

También es duro el momento de la ducha. Él no quiere que le ayude, pero a veces confunde la crema hidratante con el champú. Pero entonces viene mi hijo, le da la vuelta al asunto y le dice que si se ducha tendrá un premio. Y le trae unos rotuladores nuevos o algo así. Hay que ir aprendiendo mecanismos nuevos cada día.

Pero también tiene días buenos. Los llamamos sus “días de caramelo” en los que se acuerda de todo y parece que nada haya cambiado. Aunque sabemos que eso no es así.

En diciembre me jubilaré. Dejaré de cuidar la finca y me dedicaré a cuidar a Pere. Y a ver si llegan los nietos.

Así los dos juntos, podremos seguir cuidando. Porque es lo que toca.